lunes, 10 de abril de 2023

Su Santidad el Cucho

Creo que siempre me he sentido joven y que el mismo miedo intolerante a la muerte que me acompaña, se me revela como una premonición de que pueda ser de alguna manera eterno, inmortal.

 

La imagen que tengo de mí mismo suele disentir con la realidad que me rebota el espejo de manera cruda, irrespetuosa y socarrona. En los espacios del tiempo me han vuelto a llamar cucho, cuando mi imagen, fugaz para el agresor, estaba escondida tras unos vidrios polarizados que acompañaban el movimiento no tan lento de un automóvil. La verdad me explota, las rabias acumuladas se me confunden y no puedo hacer otra cosa que reír o llorar o llorar y reír como bálsamos para mi alma. Le doy largas a mi confesión y me entrego con humor rencoroso a mi dolor.

 

La negra y frondosa cabellera que me acompañó por años le ha dado paso a una lamita delgada y escasa que se pinta sin definirse. La imagen hermosa de un pelo y barba platinadas, sabias, sexis, interesantes y tantas veces prometidas se presentan como un universo indefinido, desordenado, parchado e inseguro. Me consume el rencor hacia George Clooney quien acaso se ha robado toda la belleza de los años sin dejarnos así fueran unas pequeñas migajas que nos decoren. Mienten quienes claman la intrascendencia del pelo y la belleza de las canas. En estos tiempos los únicos vellos que crecen, brotan con arrojo en la nariz y en las orejas, y salvo que estemos haciendo una lenta transición a hombre lobo no presentan ningún uso o interés que me atraigan. 

 

Las piernas esculturales, tonificadas y velludas se asemejan ahora a las patas de un pollo, delgadas, huesudas, flojas, sin cuero y sin vellos en las pantorrillas por el uso de las medias. Los conejos por encima de la cintura adquieren la condición de residentes permanentes con familia y jaula y cualquier intento desesperado por erradicarlos suele resultar inútil, salvo medidas extremas y desesperadas que nos lleven a perder mucho peso y echarnos 20 años encima.

 

La canasta familiar se complementa hoy en día con la compra recurrente e inaplazable de atorvastatina, gaviscón, pastilla para la tensión, Vitamina D, Vitamina B12, Omega 3,6 y 9 y otros tantos suplementos que buscan mantenernos en la ilusión novelesca de que aún estamos en nuestros treintas. Las pilas triple AAA, antes usadas para los controles de play, le dan vida hoy al depilador de nariz y orejas y la máquina para medir la tensión.

 

Siempre me he considerado de ideología liberal y me preciaba de tener amigos con un pensamiento similar. En nuestro último desayuno (ya no podemos ni comer ni beber de noche por el reflujo) nos sorprendimos hablando con rabia de las nuevas generaciones, de su descaro, su ideología y de lo mal encaminadas que estaban. “Qué horror, nos estamos volviendo unos viejos godos”, exclamó Andrés, preocupado.

 

Tal vez el peor síntoma de esta enfermedad innegociable tiene que ver con los guayabos o resacas. Antes me preciaba de llenar mi cuerpo de cuanto licor se me cruzara, acompañado por varias cajetillas de cigarrillos, y al otro día levantarme para repetir la faena después de haber jugado un partido de fútbol. Hoy, después de una tímida noche de copas, me levanto con un guayabo insoportable, con ataque de pánico, ansiedad, sensación de desempleo y un arrepentimiento solo comparable con el que sienten los votantes de Petro. 

 

Sumido en esta punzante tristeza, mi muy querido amigo Monseñor Mauricio me tiró un salvavidas inconscientemente, a finales del año pasado. En una cena zanahoria de amigos nos comentó, como quien no quiere la cosa, que una persona laica, es decir un particular varón no sacerdote, podría ser elegido Papa. El comentario pasó de vuelo, y ahora no solo lo dicho por Mauricio sino la posibilidad que la ley canónica nos plantea, me brindan un remedio que de manera permanente me ayudará a resignificar mi destino: convertirme en sumo pontífice. 

 

Al Papado se llega muy entrado en años, en las edades finales en donde la sabiduría y el cansancio se unen para permitirnos la prudencia o la irreverencia. Los múltiples gorros ceremoniales y de diario taparían cualquier evidencia de alopecia. El alba o la túnica disimularían con encanto y dignidad las imperfecciones del cuerpo o abusos gastronómicos y me permitirían un toque chic de zapatos rojos. El bastón, compañero necesario de mis caminatas, se llamaría ahora báculo y sería no una muestra de mi debilidad sino un símbolo de mi autoridad. El concepto de la infalibilidad del Papa me atrae y creo que he recorrido un largo camino que me lleva casi a niveles de maestría y excelencia. Ni hablemos de vivir en Roma, me parece una absoluta delicia no solo por sus expresiones gastronómicas, sino también por el acceso irrestricto a los archivos Papales en donde veré saciadas mis necesidades de conocimiento y chisme. Por último, la expresión de cucho se vería reemplazada por la de su santidad, dándole un halo espiritual a mi edad. 

 

La tarea que tengo por delante para ser considerado como candidato apto a ser obispo de Roma es titánica y las posibilidades de éxito son pocas. Es por esto, por lo que estoy considerando contratar a Sebastián Guanumen, ex asesor de Gustavo Petro, para que me ayude a correr las líneas éticas que hagan viable mi candidatura. En cuanto al desconocimiento público de mi existencia, creo que la mejor alternativa es contratar a Gustavo Bolívar (experto en resaltar las virtudes humanas) para que haga una serie sobre mi vida. Donde el título de la serie tenga algo que ver con mis tetas lo declararé insubsistente.