martes, 31 de enero de 2017

Lo que sorprende de Trump es que no sorprende

Hace un par de semanas terminó de cristalizarse y hacerse oficial el temor de turno de muchas personas. El 20 de enero del año 2017 el polémico magnate Donald Trump juró como presidente de los Estados Unidos y asumió el cargo más visible e importante del mundo al mando de la nación más poderosa de los últimos tiempos.

El temor de la era Trump se ha vuelto comidilla de conferencias, charlas y reuniones de negocios y familiares. ¿Qué nos depara con este señor?  es la frase mentada y todos y cada uno de nosotros oficiamos de analistas políticos con alcance internacional. En este texto yo también lo haré.

Lo que más sorprende de Trump, es que no sorprende, es decir que es totalmente fiel y congruente con el discurso que nos contó en campaña. Ya empezó el trámite de su muro, lanzó políticas migratorias duras, empezó el desmonte de Obamacare,  comenzó a dar licencia a los ricos de su país para hacerse más ricos. y despidió tal y como lo hacía en The Apprentice de manera fulminante a la fiscal de los Estados Unidos. Nada de lo que ha hecho debería sorprendernos pues ya lo había anunciado.

El problema está en que Trump se desmarca en la forma de los estándares de la clase dirigente que conocemos por estos lares (y no me refiero tan solo a la clase política) y que no hace otra cosa que sorprendernos. Nuestra Elite maneja un discurso contrario al de Trump, con visos bastante progresistas (no hago alusión a la militancia del partido político de Gustavito el mentirosito) y una ejecución o protección del status quo bastante parecida a lo que nos escandaliza del presidente del coloso del norte. Es decir, dicen una cosa y piensan y ejecutan otra.

Pero como es en la acción donde refléjanos nuestra pasta, miremos las similitudes que tenemos con Donald:

Los entornos familiares y empresariales de nuestra sociedad son casi en un cien por ciento machistas, somos sexistas (revisen cuántos chistes nos cruzamos día a día en los chats grupales en donde caricaturizamos al sexo opuesto).

Somos xenófobos y la naturaleza nos dotó de un muro natural en la selva del Chocó que limita el tránsito de otras razas a nuestras tierras. Por allá solo vamos a eventos faranduleros, que nos permiten tomarnos fotos faranduleras con grupos de niños de otro color, y así adornar nuestro Facebook o Instagram para que todos piensen que somos incluyentes y sensibles. Después de la foto volvemos a nuestra vida citadina y en nuestras plegarias diarias pedimos que nuestras ciudades no se llenen de “negros malucos y memes”.  

Así como el nuevo ¨líder del mundo libre¨ (así denominan los americanos a sus presidentes), más de la mitad de nuestra población está convencida de que debemos erradicar de la faz de la tierra a sangre y fuego cualquier viso de lo que llamamos ¨terrorismo¨. Ninguna concesión o negociación es permitida, solo el sufrimiento o la muerte nos valen como elemento reparativo.

Nuestra clase dirigente se protege, arropa y cruza favores. Verseamos sobre la igualdad, la equidad  y la repartición de la riqueza pero concentramos en los mismos con los mismos la nuevas oportunidades para que no se nos cuele un “lobazo arribista e igualado”. Tramitamos y llevamos al nivel de ley de la república prebendas que protegen la mal repartida riqueza en unos pocos. Eso sí. lavamos la moral y robamos espacios en las páginas del jet set con alguna que otra fundación para los “pobres zarrapastrosos”.

Por último, si hablamos de medio ambiente los hacemos por es sexi y chic pero no tenemos ni idea de lo que esto significa y mucho menos tomamos acciones que lleven a su verdadera protección.

Como vemos en el fondo, Donald Trump nos representa más de lo que pensamos. De pronto nuestra mala y selectiva  memoria o la “mal-equivocada” imagen que tenemos de nosotros mismos no nos dejan verdad la realidad, pues si caminamos como un pato, graznamos como un  pato, volamos como un pato  y pensamos como un pato pues nos parecemos al pato Donald. De pronto aceptando nuestra verdadera  condición podríamos  darnos cuenta que una sola acción vale más que mil intenciones y quinientos versos frondosos.








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miércoles, 18 de enero de 2017

Corrupción, cuestión de estética

En la realidad macondiana que gobierna este país se han dicho inolvidables frases que alimentan la realidad cargada de ficción que vivimos. Años atrás, el Presidente Julio Cesar Turbay en pleno ejercicio de su investidura afirmaba que “toca reducir la corrupción a sus justas proporciones”. Décadas después, uno de los protagonistas de uno de los mayores escándalos de corrupción (los Nule) afirmaba que “la corrupción es inherente al ser humano”. Ambas afirmaciones les valieron críticas y una que otra burla a sus “ingeniosos” creadores. Con algo de razón, los actores sociales se rasgaron las vestiduras, tiraron un pañuelo en señal de duelo y se recostaron en la orilla que representa a los pulcros de acción, a los adalides sociales de conductas irreprochables.

En la última semana la senadora Claudia López (por quien voté y me siento divinamente bien representado) enarboló las banderas en contra de la corrupción. Con un grupo de colegas han lanzado una propuesta atrevida, resumida en 7 puntos que buscan legislar sobre como combatir el mayor flagelo que azota a la sociedad colombiana. Comparto a plenitud su vehemente inquietud pero difiero en los cómos pues creo que no son la solución a un problema que en mi pensar tiene mayores profundidades y que nos concierne e involucra a todos como sociedad.

Creo con firmeza que los sistemas corruptos se estructuran sobre la incapacidad que tenemos los seres humanos para discernir sobre lo que es éticamente correcto o estéticamente correcto en su defecto. Es decir, las líneas éticas de nuestras acciones se confunden y ni si quiera sabemos diferenciar si algo que hacemos se ve feo o huele feo. Creemos que los parámetros de la ley nos dictan el actuar, pero las leyes no cubren a cabalidad el espectro de lo correcto y son torpes e inexactas. A la vez, los encargados de interpretar la ley y aplicarla son torpes e inexactos y su propias mentes se confunde con lo éticamente correcto y se justifican con el discurso subjetivo de la estética.

Pero la vida nos pone día a día en la prueba del discernimiento. No diferencia bien entre quién parquea en una vía principal  a hacer una vuelta rápida en el banco, quién hace doble o triple línea en un  semáforo de cruce y quién se cuela en la fila de un concierto. No nos enseña nada sobre la belleza el mejor jugador de fútbol del mundo que hace un gol con la mano en un partido de mundial y que 30 años después visita con regalos al arbitro del partido. No desarrollan los niños sus papilas olfativas para saber si algo huele feo cuando un técnico de futbol les enseña a simular faltas o a pegarle al contrincante cuando nadie los está viendo. No sabemos de estética cuando en la edad adulta vemos ejecutivos en empresas privadas cobrando a sus proveedores porcentajes por darles un contrato. Y cómo vamos a deleitarnos con la belleza si nuestras mismas empresas nos enseñan a hacer todo lo feo posible por mostrar un resultado. Pues bien, en la cotidianidad de la vida nos exponemos y desarrollamos el discernimiento y si el ejemplo que damos no se ve bien no esperemos que aquellos que formamos y forjamos lo hagan mejor.

Tendemos a pensar que la ética y la estética se enseñan en libros de filósofos encumbrados con lenguaje inexpugnable. Pero no, la ética y su dimensión estética se aprenden en la experiencia, en el desarrollo de habilidades humanas que nos permiten diferenciar y elegir lo que no es tan solo correcto para mí sino para las relaciones y el sistema en el que convivo.


Es por ello que el problema es más complejo, solo en el desarrollo de elegir lo que es correcto podremos convivir entre las fisuras de lo inexacto y torpe de las leyes. Sin ello, “hecha la ley, hecha la trampa”.