martes, 22 de agosto de 2017

Histeria Millenial

En un arranque de franqueza escribo para confesarles que en los últimos meses estuve sumergido en una especie de desbalance psicológico que me ocupó gran parte de mi tiempo y mis preocupaciones. Venía anticipando el problema en los últimos años, pero le atribuía mi estado a mi disminuida resistencia para soportar los guayabos después de una noche de copas.

Como sé cuidarme, recurrí a mi adorada psicóloga de cabecera para que me ayudara a entender mis angustias, pánicos y ansiedades. Cuando le conté de mis síntomas hizo una mueca extraña de preocupación y se dio a la tarea de desenmarañar mi agotado cerebro. Primero -a palo seco-, me indagó en conversaciones sin mayor resultado. Recurrió luego a su conocimiento sobre mí y su profunda intuición para desnudar mis cuentos y ponerme en evidencia, y nada de nada, la ansiedad seguía gobernándome. Ante mi preocupación, mi galena del alma tomó una decisión atrevida que sería su última medida antes de medicarme. Me tendió en el piso y me sumió en una especie de meditación regresiva que me permitiría encontrar los eventos de mi pasado que dispararon mi ansiedad. Lentamente me llevó a un estado de consciencia profunda y alerta, y cuando estaba a punto de dormirme -o morirme- me dijo: ahora pídele al responsable de tu ansiedad que se presente y te diga su nombre. De manera inmediata, como un rayo agazapado en la oscuridad, brilló en mi cabeza con luces fluorescentes de neón la palabra Millennials. Joder, me quiero morir –exclamé – , y de un brinco acrobático me puse de pie. En ese momento las fichas incompletas de mi compleja trascendencia armaron el rompecabezas inconcluso de mi existencia y ansiedad.

A la velocidad asombrosa de mi edad, recorrí mentalmente los dos últimos años de mi vida, para así darme cuenta de la cantidad de artículos, documentos y estudios que he leído sobre esta asombrosa generación. Entendí que las causas de mi enfermedad mental se asociaban a la inevitable conclusión de los expertos, de que el mundo y la humanidad colapsarán si no nos adaptamos a esta generación de mutantes súper humanos que parecen salidos de la saga de X-men. Y yo que pensaba que en el reposo de mi edad adulta tendría algo que aportar a este convulsionado mundo.

Desde ese momento, la inseguridad me invade, siento que estoy atrapado en un espacio de tiempo en donde todo el esfuerzo que he hecho por entenderme a mí y a otros seres humanos es inocuo y obsoleto. Maldigo a mis padres por haberme hecho el mayor de mis hermanos y no haberme permitido nacer unos veinte años después y así gozar del cambio cuántico evolutivo y genético del que disfrutan los Millennials. Mis inseguridades florecen y se hacen evidentes, pero no frente a grupos de ejecutivos de alto nivel. Hoy en día sudo, gagueo y encuentro dificultad de expresión facilitando procesos a estudiantes y ejecutivos que están en un rango de 25 a 35 años de edad.  Ni hablar de discutir con un Millennial, salgo en polvorosa ante cualquier insinuación de debate y me refugio en un rincón oscuro a chupar dedo en el anonimato. Para sumarle a la ansiedad he hecho el cálculo del tiempo faltante para mi pensión y para mi sorpresa aún estoy lejos. ¿Qué será de mi obsoleta existencia si ni siquiera puedo gozar de mi condición de pensionado borracho y deprimido?

Pero como le pago bien a mi psicóloga para ayudar a ver las cosas desde otra perspectiva, la obligué a mantener conversaciones largas de alta densidad para ayudarme a eliminar mi histeria Millennial. Lo primero en aparecer fue una profunda rabia que me invitaba a titular este escrito como ¨Fuck the Millennials¨, y en el cual me disponía a tomar una por una las características generacionales de estos jóvenes adultos y destrozarlos. Quería decir que son consentidos, perezosos y verseritos. Que no hay tal sentido de propósito, colaboración, colectividad e inquietud. Y por último, que por estas tierras ser Millennial es cuestión de estrato.

Pues bien, gracias al escándalo de Odebrecht el presente artículo se me refundió y tal vez se avinagró o maduró en las cavas de mi laberinto mental cerca de las reservas del Casillero del Diablo. Mi atención se desvió, y decidí hacer fiestas con mi generación, es decir con la generación que se jacta de estudiar y entender a los Millennials. Empecé a entender que al tratar de definirlos terminamos definiéndolos, es decir, mostrándoles cómo deben ser. Les decimos que nos les gusta casarse ni tener compromisos, que les gusta cambiar de puesto, trabajar en equipo, aprender de muchas cosas, viajar y llenarse de experiencias. ¡¡A quién no!!, pensé, y ahí mismo caí en cuenta de que lo que verdaderamente estamos haciendo es enviándoles un mensaje, un mensaje de una generación frustrada que no pudo vivir la maravillosa vida que les planteamos al querer definirlos. En términos psicológicos estamos haciendo transferencia, queremos que ellos hagan lo que no hicimos, lo que hoy mismo creemos que estaríamos haciendo si tuviéramos una segundad oportunidad en esta tierra.

Pues bien, en nuestra cochina obsesión de encasillar, definir e imponer nuestra visión del mundo, estamos perdiéndonos de la maravillosa experiencia de relacionarnos con individuos únicos y variopintos. Tratamos a toda una generación como ganado y ni siquiera diferenciamos entre ellos quiénes pueden ser variedad lechera o de ceba.

Con pretensiones de sabios sociales, nuestra encumbrada generación pretende plantear transformaciones radicales cuando en realidad está invitando a toda una generación (los Millennials) a la frustración, el desencanto y el desamor. Con tanta precisión y documentación los hemos definido, y tanta importancia les hemos dado, que cualquier desviación del comportamiento de uno de estos jovenes (como querer casarse antes de los 30, por ejemplo) será entendida por ellos mismos como una traición a su generación, un acto que no se pueden permitir. Y es ahí mismo, en el conflicto que me plantea el quién soy y quién quieren que sea, que la belleza de la individualidad se marchita, se apaga el brillo de los ojos y nos llenamos de hombres y mujeres grises.

La verdura revolución está en y con cada individuo, ¡Fuck Generation X! Debería entonces decir.





miércoles, 14 de junio de 2017

Los Premio Nobel Paisas

La verdad es que se me pasó escribir hace algún tiempo sobre la condecoración que le fue otorgada a Maluma por parte del Gobernador de Antioquia. Olvido que con el paso del tiempo me ha permitido obtener más información sobre lo que hay detrás de este magno evento. En un principio creí que nuestra ilustre raza antioqueña que es bien competitiva (ellos que ya han desechado cualquier invento nuevo por obsoleto antes de ser inventado) no se podían permitir que los únicos premios nobel que hayan recibido los colombianos recaigan solo en un costeño y un cacahaco. La imposición a Bob Dylan del premio Nobel de literatura les dio fuerzas y luces y decidieron, como no, empezar a posesionar al reggeatonero como serio candidato a tan importante distinción. Pues bien, resulta que la gobernación no solo condecoró a Maluma sino que también lo hizo con el cantante de reggeaton J Balvin y para acabar de completar el concejo de Medellín, capital de Antioquia, hizo lo propio con el mismo Balvin. “Aca hay algo más”, pensé.

Decidí llamar a un par de conocidos míos que hacen parte de la más alta alcurnia paisa para comentarles mi teoría, y después de advertirme que no hablarían conmigo por teléfono, me citaron en la Fonda Paisa para contarme la historia completa. Llegué temprano y ya tenían frente a ellos un chicharrón de 7 vagones acompañado de media de guaro. “Sentate pues y tomá nota que en bajo concepto nos tenés”,  dijeron. Con acento arrebatado por sentirse locales en la fonda, me soltaron así sin más ni más que ellos no iban tras un Premio nobel sino querían tomarse los Nobel. Escondiendo la palidez de mi sorpresa en las sombras del establecimiento, sonreí a media boca  y un “no jodas, contá pues”, se me escapó (es que el acento se pega).

Empezaron a relatarme como en un análisis juicioso que venían haciendo de los Premios Nobel, se habían dado cuenta de que el  nombre de los premios derivaba del apellido de un ilustre escandinavo y que ellos creían que Antioquia ha tenido y tiene  personalidades mucho más ilustres que Don Alfred y que han escrito páginas en la historia mundial más relevantes. Del nombre de los premios paisas no me develaron nada, pero me aseguraron ya tenerlo definido y que simplemente era cuestión de que el personaje elegido prestara su apellido. “Será una bomba”, confirmaron los dos. También me contaron que en principio los premios serían entregados a hijos del departamento y que en contadas excepciones a aquellos que hablaran muy bien de los paisas y los que no lo hicieran serían declarados personas no gratas en toda su geografía.

Sin querer contarme más sobre la elección y los jurados, entraron a describirme como se habían imaginado la ceremonia, los festejos y los premios. La ceremonia sería celebrada en el Parque de Berrio, en la nuez de la capital antioqueña, y sería presidida por las autoridades locales y un grupo de empresarios antioqueños, quienes a su vez recibirían todos los premios en su primera edición. Le seguiría un coctel en el Parque del Poblado pasando antes por la meca de la innovación mundial contenida en la ruta N. Después del coctel habría una cena de gala con menú de degustación típico con frisoles con tajada madura y maridaje de aguardiente antioqueño y tinto cerrero en El Trifásico de Envigado.

Haciendo gala de su conocida austeridad el galardón sería el famoso collar de arepas, acompañado de una guirnalda de flores tejidas por los silleteros de Santa Helena y de ñapa un calendario del año correspondiente al premio con fotos de Natalia Paris. Los discursos de aceptación deberían ser cortos y el enfoque sería el de resaltar la raza superior heredera de los arrieros que con tanto sudor forjaron el departamento.

Me quedé mudo al  oír esta historia y en su temor ante mi silencio me dijeron “y eso que este es el principio, papá, después de esta le damos golpe de mano al mundial de fútbol y lo vamos a organizar como organizamos la Pony Fútbol”. “¿Y eso cómo es?,  pregunté.”  “Fácil, invitamos 40 equipos paisas y 5 de afuera, juegan todos contra todos y al final gana un paisa.”

A mis amigos, conocidos y parientes paisas, un saludo acompañado de un los quiero mucho pero eh ave María con ustedes.


sábado, 25 de febrero de 2017

Robert Redford y Odebrecht


Por decisión propia he estado alejado de la lectura de periódicos y del contacto con noticieros en los últimos meses. Si bien mi elección me ha traído tranquilidad, se ha desatado un debate interno entre mi interés por entender y criticar el mundo en que vivimos y mi propia estabilidad personal.  Hace un par de días, mi amiga Carolina me preguntó si había escrito o iba a escribir algo sobre el caso de Odebrecht. Le salí al paso contándole en qué andaba y que por lo mismo no tenía en este momento un criterio al respecto. Pero como quedé picado (no tanto en conocer la información como en ser reconocido por mis opiniones) me di a la tarea de mirar el caso mencionado para hacerme así alguna idea que me permitiera expresarles mi opinión.

La mera verdad, volver a la lectura de los medios escritos no fue ningún elixir refrescante o fuente de sabiduría nueva para mi intelecto. Me sentí exhausto como Sísifo, condenado en su ceguera a repetir una misma acción hasta la eternidad. El mundo es invariable, exacto y predecible. La historia de la corrupción es un libro ya leído en los años de mi paso por esta tierra y los que me antecedieron. “Nada nuevo o llamativo en la historia”, pensé.

Con el paso de las horas decidí entregarme a mi tozudez genética y plantearme el reto de encontrar algo llamativo o cuando menos divertido de todo el escándalo. De manera involuntaria mi mente empezó a escarbar en los rincones de mis recuerdos, para por fin instalarse en las huellas que dejó en mí la película de los 90s llamada ¨Propuesta Indecente¨. En el filme una pareja de esposos (interpretados por la churrísima Demi Moore y el enigmático Woody Harrelson) con problemas financieros, reciben una propuesta de un millonario (interpretado por el papacito inmortal Robert Redford) de pagarles un millón de dólares si acceden a que la protagonista pase una noche con el millonario. Para hacer breve el cuento ellos  acceden y esto enmaraña la película con reflexiones sobre el amor, el dinero, la ética,  el sexo, etc.

Sin entender al principio la conexión del caso Odebrecht y la película, dejé que la sabiduría de los recuerdos actuara y me mostrara sus luces. Y como es común en ella, lo hizo en horas del amanecer para seguir su incansable hábito de robarme horas de sueño y entregarme a la obsesión. Empecé a traer a mi mente no el recuerdo propio de la película, sino las repercusiones de la misma. Recordé cómo en las generaciones de los que vimos la obra, sin siquiera haber abandonado el teatro, se plantearon conversaciones de pareja o amigos en donde nos preguntábamos qué hubiéramos hecho nosotros ante esta propuesta. Las discusiones lejos de ser tontas abrieron los ojos sobre las relaciones que creamos y en muchos casos llevaron a terminar relaciones, pues no se podía estar cerca de un proxeneta o una puta. El tema era uno ¿cual es el valor económico de nuestra consciencia?

Pues bien, permítanme ahora saltar a hablar del Odebrecht en Colombia. Muy poco es sorprendente en esta historia, incluida la rasgada de vestiduras colectiva de una sociedad que convive y patrocina estos actos. Entre lo poco que sí verdaderamente sorprende resalto el bajo valor economico de nuestra consciencia. Tan solo 11 millones de dólares repartidos entre varios. Esto, colombianas y colombianos, es una vergüenza y un asalto a la dignidad patria.  Las investigaciones preliminares arrogan que la multinacional brasilera pagó en comisiones una cifra cercana a 800 millones de dólares por todo el mundo y nuestro país se ubica en la lista en los deshonrosos últimos lugares siendo uno de los países que menos dinero recibió en coimas. No por virtuosos, por supuesto, sino por la incapacidad de ser dignos inclusive en lo indigno.


Si hace ya más de 20 años el personaje de Robert Redford nos planteaba el dilema de ¿cuál es el valor económico de nuestra consciencia? ( y sabemos que hay un valor), se hace necesario que como país nos planteemos el interrogante y nos mostremos al mundo con algo de altura como un colectivo que no se conforma con las boronas de la torta y que le enseñe a tirar línea a otras naciones. Propongo que en el proyecto de ley anticorrupción que promueven algunos políticos, se incluya alguna fórmula matemática de pago de sobornos que nos permita levantar cabeza, ascender en la escala de pago de comisiones y así ocupar y refrendar con altura el honroso lugar que ocupamos como uno de los países más corruptos del mundo. Como dirían los Budistas aquello que resistes persiste.